jueves, 10 de enero de 2013

Ir y no ir, ese devenir.

Me recomendaste que no escribiera, pues dijiste que así la gente sólo leería mis lamentos. Y, ¿no son acaso mis lamentos realidad? No puedo contradecirme, al menos no demasiado. O quizás no debo. Advertí que plasmaría realidad, y eso hago. Aunque por el bien vuestro me salto demasiados capítulos que os corresponden y me centro en mí. 
Qué egoísmo. Pero aprendí que para amar a los demás, primero hay que quererse bien a uno mismo. Al prójimo tanto como a ti mismo, me advirtieron. Tanto como, comparativo de igualdad.

Estoy en el avión. No sé por qué no puedo dormir en estos aparatos, aún estando cansada de ayer y de a penas no dormir esta noche. Puede que sea por los incómodos asientos que ofrece ryanair, viajando cual ganado, como dice mi amiga M Abreu; o por el ruido de los motores; o por no querer parecerme a las típicas personas que duermen en el avión con la boca abierta, qué espectáculo. Todo el mundo te ve. En tu sofá vale, ¿pero en público? No, no queda bonito. Además que pensarás, ¿habré estado durmiendo con la boca abierta? El círculo de babas de tu solapa advierte que sí. Qué bochorno. Prefiero escribir. 

Pues eso, que no quería venir. Siempre hablo regular de mi amada Andalucía. A veces fatal. Andalucía es grande. Pero yo hablo de la mía. De Bollullos, de Huelva, de Sevilla y de su (mi) gente. Pero la quiero. Irremediablemente.
Amo a mi familia. Disfruto con mis amigos y río con mis conocidos. Río mucho. Muchísimo. Incluso siendo unas tristes Navidades han llegado a ser impresionantemente divertidas para mí. Por vosotros, eso sí. Todo allí. 
Por eso yo puedo hacer crítica destructiva del catetismo andaluz, de los caballos, de las patillas, del ceceo, de unos vasitos de vino bebidos al compás del cante, alumbrado todo por una candela. Yo y los míos podemos hacerlo. Pero no los demás. 
Y después de todo esto no quería irme. Por ti, por mí (y por todos mis compañeros).

Siempre me imagino lejos. Lejos y diferente. O como ahora pero lejos. Pero siempre hay que volver. Volver a volver y sentirte descolocado un momento, en una conversación, en una tarea. Y ubicarte después. ¿No es acaso eso lo que enriquece? Vivirlo todo. La arena y el sol. El hielo. Lo alto y lo bajo. Lo llano y lo inestable. La cima y la sima. Lo grande y lo pequeño. Lo abstracto y lo mundano. Y nunca mantenerse.
Cambio. Amo esa palabra. Como dice la canción de Manolo, lo quiero todo. 
Quizás mañana cuando pasee sobre las blancas aceras, dibuje en mi cara una congelada sonrisa. Sí, y seguro que sí. Lo que nunca cambiaré es lo que hago, lo mismo pero en diferente registro, diferente contexto. Eso nunca lo había pensado. Cafés alrededor del mundo. Podría escribir una guía. Quizás mejor una entrada de blog, eso sí. 

Este tiempo ha sido para recordarme que puedo volver a volver. Que mi sitio también está allí. Pero allí y en todos los demás lugares. Que soy ciudadana del mundo, feliz en cada sitio que voy. Soltando pedazos de mí por donde paso, como si fuesen migas de pan de los cuentos, para recordar el camino y volver. Algunas migas es preferible que se la coman los pájaros, eso sí. Sólo mantengo dentro de mí aquellos sitios donde fui feliz. Aunque como dice el gran maestro, al lugar donde fuiste feliz, no debieras tratar de volver. Y quizás lleve razón. Pero yo siempre elijo desilusionarme por mí misma. 

[...] Y apareciste en mi camino. ¿Cómo no dedicarte unas palabras que sé que leerás? Qué te digo, si no tienes etiqueta. Así mejor. Sin etiquetas, ni nombres; sin obligaciones, ni derechos. Sólo hacer las cosas por el placer de hacerlas. ¿No es de eso de lo que se trata? Hablarte porque me apetece. Reírme contigo porque es lo que quiero. Qué rareza. Y qué felicidad al mismo tiempo. 
Gracias -dijo Belén mientras publicaba su entrada del blog acercándose a la boca una onza de chocolate- por hacerme sentir feliz. 

Y volveré, como vuelven al balcón las oscuras golondrinas. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario