viernes, 8 de febrero de 2013

Mis botas.

Apenados los lectores por tan conmovedora entrada anterior, decido adentrarme en otro mundo y así cambiar el sabor amargo del último post. 
Podría hablar de cosas bonitas.  Mis -no aún- botas. 
Paso por el escaparate de Salamander y observo esas botas que vi unas semanas atrás. Me encantan.
Parte 'buena' o caprichosa del asunto: las quiero. Parte mala: son 40.000 huf.

Tengo 40.000 huf, vale, pero, ¿gastármelos en un sólo par de botas? ¿Un sólo par de botas merece la pena? Y pena en el sentido literal de la palabra, pues será dinero que no podré emplear en otra cosa. Por lo que después penaré. Mis amigas aguantarán mis lágrimas. 'Te lo dije', dirán. 
Así que todo ese gasto en un sólo par de botas... no resulta tan tentador.
Son monísimas, eso sí. Y yo sería feliz con mis botas caminando por Andrássy, en el metro, en el tranvía, yendo al spar. Juntas, me llevarían a diferentes sitios. Las llevaría a sitios donde quizás a ellas no les guste estar. Pero no importaría, porque estaríamos juntas. 

Mi relación con las botas ahora es perfecta. Ellas están ahí, en el escaparate. Yo paso y las observo. Y no sólo las veo en el escaparate de Salamander de Andrássy. Las veo en Vaci utca, en Király,... Están en todos lados. Y hace que me plantee siempre la misma pregunta: Si tanto te gustan, ¿por qué no te las compras? A lo que me respondo: es un precio muy alto el que hay que pagar. 

Quizás estaría después feliz con mis botas. Pero podrían ensuciarse, romperse, cambiar de color. Son de piel así que podrían cambiar de color. Y ya no sería feliz con ellas puestas. Las dejaría en mi habitación. Me calzaría otros zapatos e iría apenada por haber pagado un precio tan alto por mis botas. Volverá a resonar en mi cabeza: 'te lo dijimos'. Y además ya no estarán en el escaparate, porque yo las cambié de lugar. 

Ayer me probé las botas. Me quedan bien, pero siguen siendo caras. 

Si habéis pensado que hablo de las botas marrones de Salamander todo el tiempo, no habéis entendido nada. 

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